sábado, 6 de diciembre de 2008

               A r l t

"Su percepción le sirve únicamente para comprender que las energías de su cuerpo se agotaron hasta el punto de aplastarlo, con la mejilla tristemente apoyada en la mano, en la funeraria soledad del cuarto. Hasta parece haber salido fuera de sí mismo, ser el espía invisible que escudriña la angustia de aquel homble allí derrotado, con los ojos perdidos en una gráfica mancha escarlata, hendida oblicuamente por una viga de acero suspendida entre cielo y tierra.
A momentos un suspiro ensancha su pecho. Vive simultáneamente dos existencias: una, espectral, que se ha detenido a mirar a un hombre aplastado por la desgracia, y después otra, la de sí mismo, en la que se siente explorador subterráneo, una especie de buzo que con las manos extendidas va palpando temblorosamente la horrible profundidad en que se encuentra sumergido.
El tic tac del reloj suena muy distante. Erdosain cierra los ojos. Lo que aíslan del mundo sucesivas envolturas perpendiculares de silencio, que caen fuera de él, una tras otra, con tenue roce de suspiro. Silencio y soledad. Él permanece allí dentro, petrificado. Sabe que aún no ha muerto porque la osamenta de su pecho se levanta bajo la presión de la pena. Quiere pensar, ordenar sus ideas, recuperar su 'yo', y ello es imposible.
Si se hubiera quedado paralítico no le sería más difícil mover un brazo que poner ahora en movimiento su espíritu. Ni siquiera percibe el latido de su corazón. Cuando más, en el núcleo de aquella oscuridad que pesa sobre su frente distingue un agujerito abierto hacia los mástiles de un puerto distantísimo. Es única vereda de son de una ciudad negra y distante, con graneros cilíndricos de cemento armado, vitrinas de cristales gruesos y aunque quiere detenerse, no puede. Se desmorona vertiginosamente hacia una supercivilización espantosa: ciudades tremendas en cuyas terrazas cae el polvo de estrellas, y en cuyos subsuelos, triples redes de ferrocarriles subterráneos superpuestos arrastran a la humanidad pálida hacia un infinito progreso de mecanismos inútiles.
Erdosain gime y se retuerse las manos. De cada grado que compone el horizonte (ahora él es el centro del mundo) le llega una certificación de su pequeñez infinita: molécula, átomo, electrón, y él hacia los trescientos sesenta grados de que se compone cada círculo del horizonte envía su llamado angustioso. ¿Qué alma le contestará? Se toma la frente quemante, y mira en redor. Luego cierra los ojos y en silencio repite su llamado, aguarda un instante esperando respuesta, y luego, desalentado, apoya la mejilla en la almohada. Está absolutamente solo, entre millones de hombres y en el corazón de la ciudad. Como si de pronto un declive creciente hubiera precipitado su alma hada un abismo, piensa que no estaría más solo en la blanca llanura del polo. Como fuegos fatuos en la tempestad, tímidas voces con palabras iguales repiten el timbre de queja desde cada centímetro cúbico de su carne atormentada.
¿Qué hacer? ¿Qué debe hacerse?
Se levanta, y asomándose a la puerta del cuarto mira el patio entenebrecido, levanta la cabeza y más arriba, reptando los muros, descubre un paralelogramo de porcelana celeste engastado en el cemento sucio de los muros.
-Esta es la vida de la gente-se dice-. ¿Qué debe hacerse para terminar con semejante infierno?...
Cada pregunta que se hace resuena simultáneamente en sus meninges; cada pensamiento se transforma en un dolor físico, como si la sensibilidad de su espíritu se hubiera contagiado a sus tejidos más profundos.
Erdosain escucha el estrépito de estos dolores repercutir en las falanges de sus dedos, en los muñones de sus brazos en los nudos de sus músculos, en los tibios recovecos de sus intestinos; en cada oscuridad de su entraña estalla una burbuja de fuego fatuo que temblequeo la espectral pregunta:
-¿Qué debe hacerse?"


Los Lanzallamas

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