La lluvia se hizo fina y liviana, por lo que vio apropiado volver a la casa, considerando que ya había trancurrido el tiempo suficiente como para que él se acordara de ella.
Llegó, alicaída y con leves deseos psicópatas, pero con la mínima esperanza de encontrar una llamada perdida, un mensaje desesperado, una paloma exhausta de aletear en la ventana.
Sintió como su espíritu se desplomaba sobre la alfombra, sintió la pesadez de sus lágrimas kamikazes en sus ojos y entendió.
Entendió que -por ahora- todo lo que sentía estaba recorriendo un camino equivocado. O que el modo en el que él sentía estaba equivocado, pero el choque era seguro.
Dejó las zapatillas embarradas en el baño y, empapada todavía y al borde de una posible pulmonía, se tiró de nuevo en la cama ahora más revuelta que prácticamente descubría medio colchón. Cerró los ojos y así se fue al lugar secreto en el que sólo existe ella y el viento la lleva hasta donde tiene que ir, mientras le hace cosquillas y juega con su ropa. Entonces siguió entendiendo. Tanto, que hasta podría decir que entendió por demás. Desmenuzó sus nudos uno por uno y vio claramente la utópica realidad que estaban viviendo. Que nada lleva a nada. Que todo lleva a todo. Que hay gente simple que hace las cosas simples, que hay gente complicada que hace las cosas complicadas. Y por supuesto, su antítesis: gente simple que hace las cosas complicadas y gente complicada que hace las cosas simples.
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