martes, 6 de enero de 2009

V

Después de unas largas horas de re-play de esa vieja canción que siempre escuchaba cuando se sentía triste y de más de medio kilo de helado, sintió la fuerza suficiente para levantarse y dar la bienvenida a la madrugada insomne que la esperaba. El cielo se había despejado y la luna espiaba majestuosa en su pálida luz.
Se armó las palabras correctas y la remera más escotada que tenía, envuelta en su perfume francés, y entonces salió a buscarlo: estaba dispuesta a hacer y decir todo lo apropiado para el contexto. Le diría que era capaz de enfrentarse al mundo, de cortarse el pelo carré y teñirse de rubio para que él la quisiera, que si la dejaba se iba a entregar a una sombría esquina en su cuarto donde no se cambiaría jamás la ropa ni saldría de su casa a menos que sea tirándose por la ventana del departamento. Entonces empezó a llover de nuevo, y con las ideas frías se dio cuenta que esa no era ella, y que eso era más correspondido a una psicópata que a una persona con leves vetas de locura. Se sentó bajo el techo de la entrada de una casa y buscó plata para el taxi, pero había olvidado la billetera arriba de la mesa.
Durante las cortas tres cuadras que caminó vuelta a su casa, empezó a tomar conciencia. Para lo que cuando el taxi la dejó en la puerta de la casa de él, ya estaba relativamente centrada. Entonces cuando abrió la puerta, lo vio. Con su remera gris, el jean y la mano en el bosillo derecho. Sus ojos serios, pero hermosos; al igual que su sonrisa. Simple. Perfecto.
Ahora, le diría que se sentía sola, que era extraordinario y que lo quería. Sí, lo quería y mucho; más allá de su locura constante.

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